Anexo '10 (7)

Los hombres crecen para forjar leyendas.

martes, 23 de febrero de 2010

El vaticinio del caos.

No sé escribir.
Y eso es algo que sí sé.
Porque las letras
no son amigas de problemas.
Ni una buena forma
de intentar tumbar las promesas.
No sé escribir.
Ni crear, ni pensar.
Porque para eso está el que sabe
y entre saberes mi mente arde.
No sé escribir.
Porque de haber escrito algo
podría haber evitado el sueño.
Por pesadilla, el deseo.
Definitivo.
No sé escribir.
Ni llorar, ni reir.
Porque tampoco podría mentir.
No sé. Pero lo supe.
El vaticinio del caos.
Que venga, que yo lo noto.
Que sé que el anuncio es obvio.
Que venga, ya, que venga.
Que de esperar, maldita sea.
Maldita sea, la pena.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Ignífuga.

Le separaban doscientos metros del Limbo. Reposaba como un cuervo augusto en la repisa más alta de aquel enorme edificio, oteando un color que no existía en el cielo del subsuelo. El viento, un tanto frío, agitaba su cabello y lo enviaba en sentido contrario. Mas él impedía el efecto del salvador y lo empujaba hacia delante, al vacío.

En su rostro no había mueca alguna. La misma faz de aquellas infinitas nubes, largas y aparentemente suaves, que se extendían en la línea perfecta del horizonte. No cambiarían ni ante la muerte, ni a la aparición de un solo como el que surgía allá. Sus ojos, lacerantes y vacíos; sus labios, finos y retorcidos; su piel, tensa y firme. Y su cabello, cenizo y muerto.

Abrió los brazos recibiendo la bendición del sol del amanecer, al horizonte, entre las oscuras sombras de los mil edificios circundantes. Y allí cerró los ojos. Los dedos de sus desnudos pies, sobresalían centímetros de la barbacana de cemento. Era una barrera perfecta, aquella en la que no existía nada. Sentían el aire que los separaba del suelo. El límite, ese único paso. El cielo, al revés.

Alas.

El salto del ángel se dispersó en el viento, con el estallido de las mil sedosas plumas que desvelaban su santa y esquiva naturaleza. Blanco. Se llevó consigo mi cándida alma y mis olvidadas alas, las de un cuerpo en pena.

martes, 9 de febrero de 2010

No me acuerdo de olvidarte.

"No regreso a este lugar desde aquel verano en el que te enterré." Decía Victor, observando a ningún lugar, siendo escuchado por nadie. O por los fantasmas del pasado, quería pensar.

El bramar del mar contra el acantilado era la única respuesta que recibía. Cada golpe de una ola rompiéndose contra el paredón, o cada gaviota extraviada, que veía en aquellos últimos instantes de la tarde el regreso a su criadero. Victor era consciente de que ese lugar, el acantilado, había resistido por años el rugido del amenazante Océano Atlántico. Tan bien como yo, antes de morir.

"Casi olvidaba qué significa el muro para tí. Tu nombre, tu fuerza..." Pasó el dedo índice por el monumento, sintiendo el relieve de las letras del epitafio en su piel. Se entretuvo en repasar cada letra, aun cuando por la brisa marina, no hay rastro de polvo encima. "Y la esculpí con arena."

Hay un faro en la colina. Parece que dejó de funcionar hace mucho tiempo, y el ambiente costero del norte ha sido implacable con él. Una hiedra recubría su pared, y cubría la entrada. El tono blanco-verdoso del que le dotaba la hierba cercana asemejaba a que había crecido allí, naturalmente, como la propia bahía. "Al igual que tú, de cuando muriste y tu luz se apagó. Y de eso hace largos viajes..."


~ ~ ~ ~


Comenzó a caer una tímida lluvia. El olor a humedad y a hierba mojada le recordó cuando caminaba a su lado y daban largos paseos, uno junto al otro, sin mediar palabra.
Se quitó los zapatos y anduvo escasos metros más. El frío del agua traspasó su piel, y un escalofrío le superó, haciéndole sentarse mirando al cielo encapotado.
Las gotas y la brisa en su cara le llevaron tiempo atrás. Viendo un reflejo de sí mismo. Justo en ese lugar. Hace tiempo, no demasiado.

El mar le insiste, le ruge con fuerza. Las olas siguen chocando contra las rocas del acantilado, .como si en ello les fuera la vida. Casi como si le llamaran implorando lo que no le pudo dar. Hizo caso omiso de ello. Una vez más. No era la primera vez , y tampoco parecía ser la última. Ya estaba acostumbrado a estar bajo “esa” presión. Voces dentro de su cabeza que repetían lo mismo una y otra vez. Lástima que no pudiera entender con exactitud que decían. O quizás si que entendiera perfectamente ese murmullo incesante cuando se acercaba a aquel lugar. Pero, ¿quería entenderlo? Realmente no, no ahora que había logrado vivir con ello. En un lugar apartado, dentro, muy dentro, al fondo, donde nadie nunca pudiera encontrarlo. Allí era donde convivía con ese incansable rumor.


- ¿Víctor?
Era hora de marcharse. Pero volverá. Y entonces sí . Finalmente cumplirá aquellas promesas que le hizo en vida. Aunque dentro de un tiempo. Cuando muera.

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Gracias, Andrea.

domingo, 7 de febrero de 2010

Cameraman.

Su cámara nunca funcionó correctamente. Sin embargo, se obligó a aprender a controlarla aún cuando el error de las fotos era patente. Y es que su cámara tenía una enfermedad muy atípica, que no recogían muchos manuales de fotografía. Los síntomas estaban claros: tosía haces de flashes candentes, regurgitaba un carrete inexistente, exhortaba fotografías en bicolor,... No había ni una foto correcta.

La llevó a un especialista en cámaras. Le diagnosticó una infección leve en el botón de encendido que se había traducido en una grave afección en el sistema de lentes, alterando el ritmo de flashes. Asustado, le preguntó qué hacer. El especialista le tranquilizó con unas palabras sencillas. Habrá que operar. A vida o muerte.

Todas las fotos de aquella cámara pasaron por su mente como si de diapositivas se trataran. Esta, la cámara, le dio su asentimiento, finalmente. Obedeció. Sería rápido...

Solo entonces, cuando la luz de quirófano cesó, surgiendo la figura del cirujano negando lo imposible, la inesperada pregunta se hizo presente: ¿cuanto cuesta tu perspectiva?