Era un ángel esquivo, dichoso él,
de rostro pálido, azul y albino,
delgados brazos, piel de limo.
Aspecto de nube, libre, no deforme
y fino, como la delgada línea del horizonte.
Acorralado entre sábanas de franela,
de mi cama y una estatua de cera,
era un ángel cautivo, de delgados labios de arena.
Tenía alas atadas con esparadrapo,
y una herida dividiendo su medio pecho
cosida de cuerdas de esparto.
Abría los ojos, de reflejos calinos,
y los entrecerraba: oculta la poca luz,
y se dormía, presa de su propio destino.
Una lanza clavada en el nacimiento
de su flor primaveral, un hierro candente
que un estigma de sal quería dejar.
Y una costra quebrada, de azufre,
de rojo para quemar, fundente,
entre sus labios de metal.
Suave, y resbaladizo, ser hielo,
ser vencido, parte de un invierno lascivo,
él te mira altivo, deshinibido,
después de tres o cuatro copas de vino.
El ángel ha caído, entre mis sábanas, rendido,
y no despertará, hasta que mi cigarrillo haya prendido...
lunes, 8 de marzo de 2010
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